Las enigmáticas esculturas de Riotinto

En la Casa-Museo Posada del Moro, en Torrecampo (Córdoba), se esconde una de las colecciones arqueológicas más sorprendentes e inquietantes que existen, no sólo en España sino en el mundo entero. En sí, es todo un pulso a la ciencia y a la historia oficial que podría quebrar lo que sabemos o creemos saber sobre nuestro pasado.
Nos situamos en Riotinto, en Huelva, una zona minera, árida y hostil, tanto que las únicas formas de vida encontradas en las veredas del río que da nombre al lugar son microscópicas.
Allí, en 1974, en un lugar que hoy es conocido como «El Llano de los Tesoros» las excavadoras buscaban abrir nuevas vías para la explotación. Sin pararse a considerar dónde horadaban sus palas, atravesaron accidentalmente la roca de una cueva sellada. Aparecieron en su interior huesos, cerámicas y, lo más inquietante, un total de en torno a 70 esculturas que representaban bustos humanos algo más que peculiares.
Las esculturas pertenecían a hombres de diversas razas y morfologías, un mosaico de humanos procedentes de diferentes partes del planeta pero representados como formando parte de la colectividad.
Entre esos bustos pueden identificarse hombres de raza europeoide, caucásica, negroide o amerindia. En ellos no hay espacio para lo extravagante; son representaciones fieles y realistas, en las que el artista reflejó aquello que veían sus ojos. Algunos modelos son más que inquietantes, puesto que los autores de las esculturas nunca pudieron haber conocido a los seres que las inspiraron. ¿Acaso hubo contactos entre amerindios y europeos siglos o milenios antes del descubrimiento de América? En otros artículos ya he expuesto con gran profusión descubrimientos que apuntan hacia esa posibilidad.
Esa parte de la colección fue lo que más llamó la atención del ingeniero de minas y arqueólogo Esteban Márquez Triguero. Gracias a él, la colección se salvó de la imparable acción de las excavadoras y del total expolio, porque se sabe y conoce que muchas de las piezas que aparecieron acabaron en otros países, sabe Dios en el seno de qué colecciones privadas y en qué manos, aunque con ello lo único que están consiguiendo es hurtar a la humanidad parte de su historia.
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Analizados por los departamentos de mineralogía y petrología de la universidades de Córdoba y Granada, se aplicaron diversas técnicas de análisis y datación, entre otras la de Difracción de Rayos X y la de Espectroscopia de inducción de Plasma. De este modo se confirmaría su autenticidad.
Se averiguó que en la pátina que recubre las esculturas hay trazas de elementos procedentes de aguas residuales mineras de las mismas características que las existentes en Riotinto. Así pues, fuera la que fuera, la cultura responsable de las esculturas tuvo que haberse asentado allí.
Según el historiador y arqueólogo Rafael Gómez Muñoz, «el hecho de que este grupo de esculturas apareciese en una explotación minera de oro, cobre y plata, conocida desde los primeros tiempos de la antigüedad, y que se hallan encontrado huesos humanos hace suponer que los personajes representados debieron estar relacionados con el entorno minero».
La mayoría de los expertos que han estudiado estos restos tienden a pensar que pudieron ser obra de los tartessos. Sin embargo, los estudios efectuados por Márquez Triguero apuntan a una época anterior. Quedan, pues, dos probabilidades. O bien fueron fenicios sus autores, o bien los tartessos ocuparon aquellos lares mucho antes de lo aceptado.
Y una tercera, nos conduciría a plantearnos si existía allí una cultura milenaria de la que hemos perdido la memoria y sobre la cual aún no han aparecido los restos pertinentes.
Cierto es que otros estudios efectuados por la Universidad de Granada no han hecho sino incrementar la dosis de misterio. Al no tratarse de restos orgánicos, sus técnicos no pudieron datar las piezas de forma concreta. A todo lo que se atrevieron es a dictaminar: “Geológicamente, tienen mucho tiempo”. Sí puedo decir que hay investigaciones que apuntan hacia una antigüedad de 11.000 años.
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Pero aún queda otro misterio, el mayor de ellos. Y es que algunas de esas esculturas representan a homínidos que ni tartessos ni fenicios pudieron haber conocido jamás.
Y es que en la colección de Torrecampo hay rostros de Australopithecus, desaparecidos hace más de un millón de años y de los que no se supo nada hasta que los primeros fósiles aparecieron en la década de los treinta del pasado siglo, de Horno Sapiens arcaico, que supuestamente desapareció hace 300.000 años, y también de neanderthales, extinguidos hace más de treinta mil años y descubiertos en estado fósil a mediados del siglo XIX.
Cuestión ante la que se nos abre otra contingencia, aunque verdaderamente sorprendente, la posibilidad de que alguno de los homínidos representados en estas esculturas pudiera haber sobrevivido a la extinción de su especie.
Según Gómez Muñoz, «resulta demoledor para un arqueólogo e historiador convencional observar esta muestra, pues parece indicarnos que los homínidos convivieron con el hombre moderno, lo que rompe de lleno la teoría de la evolución de Darwin». Por su parte, el epigrafista Jorge Díaz añade que «nos encontramos ante innegables representaciones escultóricas de una especie intermedia entre el mono y el hombre moderno; es decir, frente a individuos con caracteres simiescos que, sin lugar a dudas, son del tipo hominóideo paleoantropo».
Lo que sí sabemos es que de algún modo los autores de las esculturas supieron de la existencia de los Australopithecus, Homo Sapiens arcaicos y los neanderthales, cosa que nunca pudieron haber sabido de acuerdo con las cronologías oficiales, eso significa que quizá dichas cronologías están erradas.
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Efectivamente, si hasta hace relativamente pocas fechas no hemos sabido cómo eran los homínidos que precedieron a la especia humana, ¿cómo es posible que lo supieran estos habitantes de la península hace milenios?
Las preguntas que nos plantean las esculturas resultan muy incómodas para la ciencia oficial, puesto que sacuden los mismos cimientos del concepto de evolución biológica y cultural. Tal vez sea ésta la razón que explique como, a pesar de su posible trascendencia e importancia histórica, permanezcan ignoradas en un pequeño museo privado de un recóndito pueblo andaluz.