Aquí residía junto a su mujer y seis hijos, José Ferrán, conocido industrial de la zona y propietario de un chalet en una pequeña localidad cercana, donde sucedería un hecho tan sorprendente que no cabría en la imaginación de sus gentes.
Los vecinos de esta tranquila localidad no olvidarán mientras vivan aquella extraña aparición que hizo acto de presencia la noche del 15 de abril de 1980.
Esa noche Felipe Caballero subió hasta la terraza de su casa para dirigirse hacia una de las habitaciones situadas junto a esta. Como la noche era muy oscura, le llamó poderosamente la atención cierta claridad que venía de un campo inmediato, en las afueras del pueblo. Miró con insistencia tratando de averiguar de qué se trataba. Y, al poco rato, quedó sobrecogido. Comprobó que aquel resplandor provenía de la zona en la que se ubicaba el chalet de su buen amigo José Ferrán.
La primera impresión recibida fue que se trataba de un incendio, lo que hizo que su preocupación fuese en aumento ya que él era el encargado de cuidarlo en ausencia de sus dueños, que solo aparecían por allí los fines de semana, incluidos los animales de corral y una preciosa yegua de color blanco que el industrial poseía en la finca donde se ubicaba el chalet. Bajó inmediatamente a la planta baja y cogió el teléfono para llamar a su amigo. Eran las diez y quince minutos de la noche.
El industrial, que en ese momento disfrutaba de la televisión en compañía de su esposa Laura y el más pequeño de sus seis hijos, cogió el teléfono. Al otro lado, sonó la angustiada voz de Felipe, que le instaba a que se desplazara inmediatamente hasta la citada localidad: “Mira, Pepe, lo siento, pero creo que debes venir inmediatamente a Mirandilla. Desde la terraza he visto mucha claridad en el chalet. Esta mañana, cuando yo estuve, lo deje todo normal, por lo que pienso que alguien ha debido entrar y que hay fuego...”.
No lo pensó dos veces. El chalet no solo representaba un lugar de reposo para él y su familia, sino, además, el valor sentimental que poseía. Había sido diseñado y construido por él mismo. Ferrán era propietario de una prestigiosa empresa de decoración y pintura con muchos operarios trabajando en ella.
Cogió el coche, un mercedes de color blanco, y después de dejar una nota para sus restantes cinco hijos que en esos momentos se encontraban fuera del domicilio, en compañía de su mujer y el más joven de sus hijos, salieron precipitadamente hacia Mirandilla. Ferrán era un conductor excelente, por lo que el trayecto de doce kilómetros hasta esa localidad lo hizo en unos pocos minutos.
Al llegar a Mirandilla, atravesaron la plaza y se dirigieron hacia las afueras. Conforme dejaban atrás las últimas casas, comenzaron a ver aglomeraciones de gente mirando en dirección al chalet. Al pasar la última edificación, un enorme caserón que hasta el día antes había sido usado por un contingente de soldados de Córdoba en maniobras y justo al lado de un campo de habas, inmediatamente anterior al camino de entrada al chalet, paró el coche. Allí se encontraba Felipe junto a su hijo. Estos le explicaron que, aunque no salía humo, pese a la luz, no se habían atrevido a acercarse por si había alguien.
El industrial miró fijamente hacia el chalet situado en lo alto de una cima, entre peñas, algunas de las cuales tuvieron que ser voladas con explosivos para poder realizar la cimentación, y pensando que allí ocurría algo anormal se metió en el coche y arrancó velozmente hacia él.
Esta conjetura engendró el pánico en su esposa y en el pequeño que, intuyendo algo, se abrazó a su madre haciendo que esta pidiera a su esposo que parara. Ferrán, comprobando el estado de ambos, paró para que pudieran abandonar el vehículo, y los dos se quedaron en medio del campo de habas.
Sin embargo, en aquel momento, en la mente del industrial, hombre de mundo, debieron de mezclarse los sentimientos de temor y curiosidad, siendo este último factor más fuerte, lo que hizo que con las luces de posición y cruce puestas se acercara hasta la edificación. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando comprobó que, efectivamente, no había fuego. En contraste con la negrura del cielo nocturno, una fuerte luz, que de lejos parecía anaranjada, de ahí su confusión con un posible fuego, de cerca era de un blanco cegador. Hasta tal punto, que las escaleras de acceso al chalet se veían como si fuera pleno día. Detuvo la marcha y contempló “aquello” intentando comprender de qué se trataba. La luz procedía de las alturas y formaba una descomunal cortina que iluminaba el chalet y los alrededores. Como el coche se encontraba en acceso de subida, el industrial encendió la luz larga, que incidió sobre el chalet. Esta acción produjo un cambio en la situación propiciando una mejor observación.
La luz se convirtió en dos columnas en forma de cono, de brillante y deslumbradora luminosidad. En la oscuridad, Ferrán trató de buscar el origen de tan cegadora luz. En el punto superior, que hacía de vértice, y que se encontraba muy por encima del chalet, se podían apreciar una serie de luces semejantes a pilotos de coche, de un color que iba del rojo al anaranjado y daban base a una estructura “tan negra” que se confundía con la oscuridad de aquel cielo nocturno ocultando las pocas estrellas visibles. Por encima, otra hilera de luces amarillas, rojas y naranjas, de mayor tamaño que las de abajo. Según el industrial, el conjunto proporcionaba una silueta similar a un enorme sombrero del que de los extremos de sus hipotéticas alas salían los chorros de luz, lo que hacía que no se pudiera concretar con exactitud la forma final de estas.
Volvió a bajar la vista hacia el chalet y, en ese momento, algo llamó su atención. Una luz empezó a moverse y a destacarse entre las demás. Se trataba de una esfera roja que comenzó a girar en torno al conjunto.
Recreación del suceso ocurrido en Mirandilla
Ferrán miró a los focos de luz y comprobó que la distancia entre ambos era enorme. Más tarde comentaría: “En mi vida profesional estoy acostumbrado a medir fachadas y solo he visto algo comparable en Cádiz, cuando vi atracado en el puerto un portaaviones norteamericano”.
Después de varios intentos de arrancar el coche, no sabe si por los nervios que en aquel momento sentía o por algún fallo, por fin pudo poner el coche en marcha. Apenas el vehículo se acercó un poco más al chalet, cuando aquel objeto se desplazó ligeramente hacia la derecha del frontal de la edificación haciendo coincidir uno de sus focos con el caserío utilizado el día anterior por los soldados.
En ese mismo momento, los vecinos que se habían congregado, y que ya eran buena parte del pueblo, oyeron un ruido que posteriormente, en la conversación que tuvimos con ellos, todos coincidieron en describir como “una caída de tablones”.
El enorme y oscuro objeto que se apreciaba como algo sólido, sin ventanas, puertas u otra singularidad que no fuesen las luces y la extraña esfera que giraba a su alrededor comenzó a elevarse a la vez que la esfera desaparecía. Simultáneamente y de forma asombrosa el objeto quedó convertido en puntos luminosos sobre unas encinas situadas a varios cientos de metros.
El industrial asombrado por su enorme velocidad dudó unos segundos y en una valiente acción por tratar de averiguar qué se escondía tras de “aquello” salió de la finca enfilando hacia la zona sobre la que se encontraba suspendido el objeto que iluminaba las copas de los árboles. El coche comenzó a saltar por lo irregular del terreno. Cuando se encontraba a escasa distancia y el objeto se veía de nuevo de un tamaño colosal, en uno de los brincos propiciados por lo accidentado del terreno, Ferrán se apercibió —de pronto— que “aquello” ya no estaba allí. Apenas tuvo tiempo de frenar, bajó del coche y miró en todas direcciones... ¡ni rastro! “Pero ¿dónde se ha podido meter algo tan colosal?”, se preguntaba. Aturdido y confundido se introdujo de nuevo en el coche y dio la vuelta. Aún dudaba cuando, nuevamente, frente a él y sobre el chalet aparecía otra vez el colosal objeto. ¿Cómo era posible? Todo aquello le parecía una macabra broma, una broma irreal de la que imaginaba en cualquier momento se despertaría y todo quedaría en un mal sueño. No se había aproximado mucho al chalet cuando el objeto inició de nuevo el juego, desapareciendo para volver a reaparecer sobre la zona de árboles.
Mientras tanto, en el pueblo, el estupor inicial se estaba convirtiendo en pánico. Los niños pequeños, tal vez influenciados por los comentarios de los mayores que no acertaban a entender qué era todo aquello y qué estaba pasando, comenzaron a llorar.
José Ferrán pensó que aquel juego se parecía al del ratón y el gato, y no le conduciría a nada. Así que se acordó del grupo QUASAR, una veterana asociación en el estudio técnico de estos extraños fenómenos. Algunos de sus miembros eran amigos personales. Ellos sabrían cómo actuar. Sin más, regresó junto a su aterrorizada esposa, que viendo el juego que había mantenido con el objeto, en algún momento había llegado a temer por su vida, y tras comentárselo la dejó allí y se dirigió rápidamente hacia Mérida.
En el mismo bloque de viviendas donde él residía, vivía el por entonces vicepresidente José María Mordillo, que se encontraba en ese momento en el cine Trajano, consiguiendo sacarlo del local. Juntos se dirigieron a buscar a Luis Cuervo, fotógrafo de la asociación. Con la primera cámara que tuvo a mano, los tres se dirigieron a toda velocidad hasta Mirandilla.
José Ferrán, dueño del chalet y testigo principal del suceso
Cuando llegaron la gente aún seguía agolpada en las afueras. Sobre los árboles y a lo lejos, se divisaba algo que desprendía una luz blanca que iluminaba las copas, haciéndolas visibles en la distancia.
Sin pensarlo, se dirigieron al lugar, pero esta vez y como si el objeto hubiese adivinado sus intenciones de “caza”, se alejó mucho antes de que pudieran acercarse colocándose en lo alto de la denominada Sierra del Moro.
Era imposible llegar hasta allí. Luis disparó su cámara. En su visor solo podía apreciarse una luz algo mayor que una estrella, por tanto, sin ningún valor documental. Accidentalmente se le disparó el flash y, como si se tratara de un reflejo condicionado, simultáneamente el objeto salió disparado a enorme velocidad hasta desaparecer.
Eran las once y treinta de la noche y todo había acabado. Solo restaba comprobar que el chalet no había sufrido ningún tipo de daño y volver a su domicilio, en Mérida.
Al día siguiente, el industrial volvió en compañía de Saturnino Mendoza, presidente de la asociación y el investigador más especializado, por aquellas fechas, en el examen de este tipo de casuística en Extremadura.
Comenzaron por analizar el chalet y no encontraron nada anormal que explicara por qué el objeto se había detenido allí. Solo apreciaron una chapa metálica en el tejado. Más tarde se dirigieron hacia el caserón abandonado donde uno de los chorros de luz había incidido directamente y donde un ruido como de tablones se había dejado oír. Antes de entrar se realizaron mediciones para calcular la distancia entre los dos focos. Con ello se conseguiría una aproximación al diámetro del objeto. El resultado, cien metros.
Armados con linternas entraron en el caserón. Se encontraron con un amplio patio empedrado rodeado en algunas zonas de establos para la alimentación del ganado. Al fondo, unas habitaciones. Avanzaron hacia estas. En una de ellas, con paredes de antigua confección tipo mortero con más tierra que ladrillo, encontraron unas escaleras. Con sumo cuidado subieron por ella hasta la parte superior. Se encontraron con una habitación de unos dieciséis o dieciocho metros cuadrados con escombros por los suelos. Ayudado por las linternas, pudieron descubrir que un cuarto del tejado se había desplomado. En un principio pensaron que podía deberse al abandono del lugar y por efecto del paso del tiempo, pero el hijo de Felipe les dijo que, cuando menos, hasta hacía unos días el tejado había permanecido intacto. Esto los obligó a realizar una minuciosa búsqueda. ¿No sería el desplome del tejado el ruido sentido por todos los vecinos del lugar? Al mirar, les asaltó el primer interrogante. El conjunto descansaba en un grueso madero y de este se había desprendido un trozo de algo más de un metro y no del centro, sino de una parte cercana a la pared, por lo que era extraño que el resto del conjunto no hubiese cedido. En el suelo, entre restos de tejas y tablas, estaba el resto del madero. Al iluminarlo con las linternas, no pudieron evitar asombrarse. El madero presentaba dos huecos provocados por quemaduras y en los que cabía ampliamente el puño. Pese a lo viejo del mismo, era igualmente extraño que no hubiese ardido. Parecía como si un soplete hubiese atacado la madera. El resto de las tablas tenía los extremos quemados, pero las quemaduras aparecían grafitadas, tan brillantes como la mina de un lapicero.
Al fondo chalet de Ferrán, y a la derecha, zona del
caserón donde impacto el chorro de luz del objeto
Y aún no se habían agotado las sorpresas, aunque esta última fuese algo repulsiva. Algunas de las tejas aparecían llenas de una especie de mucosidad blanca, el resto solo presentaba quemaduras parciales. En el rincón de la pared correspondiente al trozo desplomado, encontraron restos de fuego. En todo fuego normal, cercano a una pared, el humo y los restos de la combustión dibujan un triángulo con la base hacia abajo y más estrecho en la parte superior. En este caso, era a la inversa, la zona ancha estaba arriba y la más estrecha hacia abajo, justo antes de llegar al suelo. ¿Cómo era aquello posible? Solo había una solución, que el fuego hubiese sido producido en chorro desde arriba y hacia abajo. ¿Podía haber sido, por tanto, el cono de luz que salía de aquel objeto el culpable de tan siniestra situación? Las gentes del lugar decían que aquel chorro de luz no llegó a desaparecer nunca, sino que se recogía y luego volvía extenderse.
Por otra parte, las pequeñas plantas y líquenes del tejado presentaban excrecencias y exudación de savia, lo que demostraba que cierta radiación de calor los había afectado.
Efectos producidos sobre la madera por el chorro de luz del objeto
Una vez en Mérida, al examinar las muestras, ocurrió algo accidental. Colocaron los diferentes muestras, maderas, tejas, bolsitas con plantas y demás artículos en el suelo, sobre unos periódicos en la trastienda de una tienda de discos, propiedad de José María Mordillo, pudiendo comprobar primero, que la sustancia parecida a una especie de mucosa había desaparecido, y segundo, que al colocarlas cerca de unas puntas, estas se arrastraron hacia ellas. Las muestras ¡tenían propiedades magnéticas! ¿Cómo era aquello posible? A menos que aquel objeto hubiera sido el causante.
En cuanto a los testigos, era poco más que asombroso, todo un pueblo y todos coincidían en las mismas apreciaciones. El caso no parecía tener lugar a dudas.
Curiosamente, una de las testigos los sorprendió al proporcionarles un dato que luego se presentaría como interesante a la vez que relevante en la investigación. Les comentó que una noche del pasado fin de semana al salir de casa de una amiga, a eso de las doce, al cruzar la calle, miró hacia el final de ella y pudo apreciar sobre el tejado del chalet del industrial dos objetos iguales, aunque aseguraría que algo más pequeños que los de este día.
Y también Laura, la esposa de Ferrán, recordaría otro detalle importante al respecto. Ese fin de semana, como de costumbre, se habían quedado en el chalet con la familia de uno de sus hermanos. Hacía algún tiempo ya que se habían acostado —comenta—, sería sobre la una de la mañana cuando por la ventana percibió gran claridad. “¿No te habrás quedado las luces del coche encendidas?”, le comentó a su marido. A lo que el industrial le respondería que no y que aquella claridad debía estar producida por la luna. Laura le recordó que esa noche no había luna. Esto hizo que José Ferrán se vistiera y se asomara al exterior. En ese momento, comenzó a escuchar un ruido y vio que todo a su alrededor estaba iluminado de una forma parecida a como lo hubiera hecho la luna llena. La yegua estaba alborotada y se había cebado con la cerca intentando salir. Tuvo que vocearla y silbarla para calmarla ya que de lo contrario se podía hacer daño. Logró tranquilizar al animal que se dirigió hacia su cuadra. Algo extrañado se volvió a la cama y estaba comentando lo de la yegua cuando —de pronto— aquella claridad desapareció. Pensó que debía haberse tratado de uno de sus hermanos que habría encendido la luz de entrada al chalet y no volvió a preocuparse más.
El siguiente paso era contactar con la Base Aérea de Talavera la Real y tratar de que nos confirmaran si había habido vuelos por la zona aquella noche, a la vez que también se hacía con el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA), que no quisieron saber nada del asunto, remitiéndonos a la autoridades militares, que sí contestaron desde la Escuela de Reactores en los siguientes términos:
“Muy Sr. mío: En relación a su atenta carta del día 20 del pasado mes, tengo el gusto de comunicar a Ud., que tanto el día 10 como el 15 del mes de abril pasado se efectuaron vuelos por parte de los aviones de esta Escuela entre las 21:30 y 24:00 horas.
”Es posible que algún avión volara la zona por Ud. indicada pero nunca a una altura inferior a los 5000 metros.
”Por otra parte, efectuadas las investigaciones pertinentes, no se tienen noticias de ningún eco de radar en la zona y horas indicadas”.
Un dato curioso es que en la carta del Jefe de la Escuela de Reactores se hacía referencia a los días 10 y 15, cuando los sucesos sobre los que se les interrogó se referían exclusivamente al último de los días. Es curioso, si tenemos en cuenta que la aventura narrada por la señora a la que hacía mención anteriormente y los hechos vividos por Ferrán y su esposa ese mismo fin de semana, sucedieron cinco días antes, es decir, el día 10. ¿No estarían relacionados los sucesos de ambos días? Y otro interrogante, normalmente los cazas de esta Base Aérea no suelen sobrepasar en sus vuelos las veinte horas. ¿Qué hacían volando ambos días a las veinticuatro horas y precisamente en el lugar de los hechos? ¿Acaso intentaban identificar algún extraño eco recogido en la zona a pesar de su negativa?
Hoy día, a pesar del tiempo transcurrido, el enigma persiste y, aunque estos sucesos se siguen investigando, José Ferrán ya no podrá conocer el final de esta aventura. Un cáncer de pulmón, extrañamente detectado a las pocas fechas del acontecimiento, se lo llevó de este mundo.