En la noche del 26 de marzo de 1970, volvía de dar sus clases nocturnas a unos chicos y chicas de Ahigal, de los cursos 3.º, 4.º, 5.º y 6.º de bachillerato. Serían las doce y media de la noche. Iba despacio en su coche. No se encontraba cansado ya que tenía cierto hábito de trasnochar, pues esas clases eran habituales.
Así pues, regresaba tranquilo, pendiente de la conducción del coche, pero como iba despacio podía contemplar el cielo perfectamente. La noche era oscura y fría. Nada podía despertar su curiosidad, a menos que ocurriera algo insólito. De pronto le pareció adivinar una luz alta a su derecha, luz que percibió por el rabillo del ojo.
Se quedó anonadado, no asustado; más bien sorprendido y a la vez emocionado. La visión no era para menos, pues se trataba de algo realmente extraordinario: era un enorme disco, de unas medidas aproximadas de doce a quince metros de diámetro por dos y medio a tres metros de altura. El aparato iba iluminado por dentro, pues esa luz, de un color anaranjado, salía al exterior por unas mirillas cuadradas situadas en la parte baja del disco. Pudo percibir perfectamente una torreta coronada por un faro giratorio que despedía también la misma luz anaranjada. Sin embargo, la luz del faro era parpadeante a causa –cree– del movimiento giratorio que poseía.
Esa luz era poco intensa, solo alcanzaba una pequeña zona alrededor de la torreta y formaba como una corona alrededor del faro. No puede decir de un modo absoluto que aquello fuera un parpadeo. Se notaba que el faro giraba, pero era una leve pulsación, como un latido. No era, en modo alguno, una intermitencia absoluta.
El extraño aparato volaba majestuosamente, totalmente en horizontal, sin ruido alguno, suave y lentamente. En realidad, todos los movimientos que hizo durante las tres horas que duró la observación fueron sumamente lentos y majestuosos. Era realmente impresionante contemplarlo.
Paró el coche de inmediato y se dispuso a observarlo a través del parabrisas, sin intentar apearse, ya que temió perderlo y prefirió no quitarle la vista de encima ni un momento. Estaba aproximadamente a unos novecientos metros de Guijos. El aparato pasó exactamente sobre el punto kilométrico 1 de Ahigal a Guijos, procedente del Berrocal.
El testigo se encontraba a unos cien metros de la vertical de donde pasó y estimó que volaba a un máximo de doscientos a doscientos sesenta y cinco metros de altura, desde luego, no creo que fuesen más, pues la visión era absolutamente perfecta.
Cruzó sobre el kilómetro 1 y se dirigió hacia las Arenas (Las Arenas es una finca situada a la izquierda de la carretera). Al llegar al cercado —un muro de piedra—, el aparato hizo lo más extraño: cambió de rumbo sin transiciones, sin la menor variación en su velocidad, en un ángulo de ochenta a noventa grados aproximadamente.
Reconoce que por su posición, a no más de mil quinientos metros, no estaba en perfectas condiciones para darse cuenta con todo detalle acerca de si la inercia lo arrastraba a describir un pequeño arco, pero –desde luego– él juraría que el cambio fue totalmente brusco.
Siguió su marcha majestuosa, envuelto en su halo rojizo, avanzando lentamente hacia el pantano. No cabía en sí de contento. Tomó la decisión de seguirlo “hasta el fin del mundo”... Así pues, arrancó el coche, pasó por el pueblo (Guijos) y tomó la carretera del pantano para aproximarse todo lo que pudiera.
Lo dejó de ver al cruzar Guijos, y nada más salir, ya situado en el primer kilómetro, volvió a perderlo, pues los árboles lo ocultaban a su vista; pero al llegar al Chinarral, allí estaba: inmóvil totalmente y un poco a la derecha de la presa (era la una menos cuarto de la madrugada). El aspecto del objeto había cambiado totalmente. En primer lugar, el aparato estaba muy bajo, entre las encinas y la montaña del fondo, o sea que él lo estimó a unos doscientos metros de altura máxima. El halo que lo rodeaba mientras había estado desplazándose había desaparecido completamente y se había convertido en unos potentes focos de luz que salían de la parte inferior de la estructura de la nave y llegaban hasta el suelo. Calculó que serían unos diez o doce. Pero era esta una luz muy particular: era muy parecida en intensidad a la luz fluorescente, aunque de un color ligeramente amarillo-verdosa.
La primera impresión que le causó fue que el aparato estaba posado en el suelo sobre unas patas o columnas. Luego, se dio cuenta de que no eran patas, sino haces de luz. Eran totalmente uniformes en su intensidad. No existían zonas de penumbra, sino solo un chorro concreto, como “encajonado”. Entre chorro y chorro podía ver la negrura de la noche y las montañas. Desgraciadamente, unas encinas le imposibilitaban ver la reflexión que producían en el suelo aquello haces de luz; pero, por extraño que pueda parecer, cree que no existía reflejo alguno. Por otra parte, el faro de la torreta seguía con su extraña palpitación y lo que él veía muy claramente eran unas luces en los costados del disco que lo situaban perfectamente en sus dimensiones.
Estas luces se encendían y apagaban no sabía si intermitentemente... quizás giraban con el aparato y de ahí su intermitencia. Tenían algo especial, pues si bien en la parte derecha se veía una luz verde arriba y dos luces rojas debajo, todas ellas estaban colocadas en un mismo eje vertical de manera que, cuando aparecían por el lado izquierdo, solo se apreciaban las dos rojas, pero no la luz verde.
Santos Nicolás estaba firmemente convencido de que el aparato giraba sobre sí mismo, pues incluso las intermitencias de esas luces coincidían con la impresión de giro del disco y del faro. En cambio, los haces de luz eran totalmente fijos y no se movían.
La sensación que le daba era de que toda la luz del aparato se había concentrado en los haces.
Aproximadamente estuvo allí unos quince minutos, quizás veinte. Su intención era cruzar la presa y observarlo desde un nuevo punto más cercano. Arrancó el coche y avanzó unos doscientos metros. No se atrevió a avanzar más, pues tuvo temor de que le viera y se le escapara. Bajó nuevamente del auto. Desde ese punto, no solo lo venía más cerca, sino que, además, con una perfección extrema. De pronto, se puso en movimiento. Fue extraordinario: recogió los haces de luz suavemente, y simultáneamente, el halo volvió a circundar el aparato y volvió a ver encendidas las mirillas. El aparato reemprendió el vuelo lentamente hacia la derecha, o sea, en dirección a la sierra.
Puso en marcha nuevamente el automóvil y se lanzó hacia adelante con la intención de pasar la presa, pues el aparato seguía una dirección que permitía poder seguirlo por la carretera. Lo perdió de vista al bajar hasta la cota del nivel de la presa, pero al rebasarla —unos doscientos metros más adelante— se quedó atónito: el objeto había cambiado en sus movimientos ya que, en vez de alejarse, se había parado de nuevo en el Berrocoso, precisamente sobre el citado caserío. En aquellos momentos, se encontraba a unos dos kilómetros del aparato y pudo ver cómo tenía otra vez los haces luminosos proyectados hacia abajo, tal y como los había visto antes.
Sin embargo, creyó que lo vería todavía mejor si avanzaba un centenar de metros, hasta alcanzar la carretera que va directa al caserío del Berrocoso. Efectivamente, la visión desde allí era espléndida.
No salía de su asombro, pues se daba cuenta de que hacía más de una hora le era dado contemplar algo maravilloso, algo tan insólito que verdaderamente no podía ser de este mundo. Se dio cuenta de que, al día siguiente, cuando contase lo que había visto, le tomarían por loco. Sentía la necesidad de buscar a alguien que pudiera corroborar lo que estaba viendo, pues llegó un momento, entre el frío reinante y la emoción, en el que ya no sabía si todo aquello era realidad o lo estaba soñando. Se acordó enseguida de Jesús Martín, el médico de Guijos de Granadilla. Tomó la decisión de ir a buscarle, pero antes echó un nuevo vistazo al aparato y le pareció que se movía: fue un ligero movimiento en vertical, subió y bajó, repitió el movimiento y finalmente se volvió a paralizar.
No esperó más, subió al coche precipitadamente, arrancó, dio la vuelta e inició el regreso al pueblo. Era ya aproximadamente la una y media de la madrugada.
Fue a casa de Jesús y lo encontró en ella. Entonces le explicó precipitadamente lo que le había ocurrido y le invitó a acompañarle. Se echó un abrigo encima y subió al auto. Salieron del pueblo rápidamente. Santos, con el temor de no volver a ver el objeto. Sin embargo, nada más salir de Guijos, ya pudieron ver de nuevo el aparato. Siguieron avanzando por la carretera, pero lo perdieron de vista al pasar por un badén. Pese a ello, al llegar a Chinarral, nuevamente lo volvieron a ver inmóvil. Sin embargo, la situación había cambiado, pues el objeto se había alejado del punto del Berrocoso donde él lo había dejado. Pudo darse cuenta perfectamente que ahora se hallaba sobre la sierra, o sea que se había salido del término municipal y, cruzando la carretera general, se había situado entre Casas del Monte y la cota más elevada de la sierra.
Cree que el objeto se hallaba a una altura que oscilaba entre los ochocientos y los mil metros, y la distancia que los separaba de él podía ser de unos quince o dieciséis kilómetros.
Pensó —de nuevo— en seguirlo, ahora que ya no estaba solo, pero el aparato se les había alejado ya mucho y creyó que para observarlo de cerca tendrían que ir hasta la carretera general; por otro lado, se acordó que desde hacía dos días circulaba con la reserva del depósito del coche, por lo cual temió quedarse sin combustible.
Por otra parte, lo que se había propuesto estaba conseguido, pues su amigo Jesús había visto también el aparato y ya se sentía satisfecho.
No puede precisar con exactitud el tiempo que estuvieron observándolo, lo mismo fue media hora que algo más. Luego se metieron en el auto completamente helados. Santos iba en jersey y, por lo tanto, acusaba más la baja temperatura. Jesús iba mejor pertrechado, aunque tampoco tanto como para poder permanecer quieto en pleno descampado.
Recuerda que Jesús le dijo de pronto: “¿Por qué no intentamos hacerle unas señales con las luces del coche?”. Tenía cruzado el vehículo en la cuneta y enfocando aproximadamente hacia el lugar en donde estaba el aparato, por lo que le pareció que podían probar. Le dio varias veces a las luces de cruce y volvió repentinamente a las largas.
De pronto ocurrió algo extraordinario: un haz potentísimo de luz blanco anaranjada llegó atravesando la distancia y los inundó completamente.
Fue algo terrible..., se quedaron de una piedra. Recuerda que Jesús, verdaderamente impresionado, reaccionó pretendiendo esconderse de la luz echándose bajo el salpicadero, al tiempo que le gritaba: “Cuidado tú... ¡Que se nos echa encima y nos abrasa!”.
A pesar de estar medio cegados, en un principio pudieron darse cuenta de que solo los había enfocado con un potente haz luminoso durante unos segundos.
Pero al levantar la vista, la luz había cesado y todo seguía igual que antes: el objeto continuaba estático sobre la sierra y nada había variado. Pero lo que verdaderamente les impresionó fue su intensidad.
Jesús Martín le dijo que repitiera la operación: volvió a hacer variaciones con las luces del coche sin que, esa vez, el aparato se inmutara.
Después de la experiencia, no sintieron nada en absoluto, pero al cabo de unos meses, Santos empezó a notar una quemazón en los ojos. En principio no lo asoció a la luz de aquella noche, pero bien podía ser. Hizo que un especialista le examinara. Le diagnosticó conjuntivitis y le recetó unas gotas... Hasta entonces, jamás había tenido nada en los ojos.
Pero volviendo a la observación, aún permanecieron algún rato más observando el aparato. Y creen que había momentos en que la luz de la torreta estaba más alta que antes, como si esa se hubiese elevado sensiblemente del aparato. Lo comentó con Jesús Martín y coincidieron en ello. Tal parecía como si la nave se desdoblara en dos luces. De todas formas, asegura que el movimiento de la luz de la torreta no era anárquico, sino simplemente de una ligera subida en vertical sin dejar nunca el eje de simetría del aparato, pero elevándose sobre él. No parecía gozar de autonomía, sino que estaba supeditada al resto de la nave. Ignora si se elevaba también la torreta, ya que solo veía ascender o subir la luz.
Sería ya cerca de las dos de la madrugada cuando decidieron volver a casa. Él, como siempre, conducía, mientras que Jesús observaba. El aparato fue desapareciendo de su vista al avanzar ellos por la carretera, debido a sus curvas y cambios de rasante. Sin embargo, Jesús Martín le iba repitiendo que este permanecía aún allí, cada vez que el terreno era despejado y ningún obstáculo se interponía entre ellos y el aparato.
Recorrido efectuado por el objeto
Entonces entraron en el pueblo, dejó a su amigo Jesús en su casa, se despidió de él y se dirigió a la suya. Cuando entró, se encontró con la familia levantada, habían estado ocupados con la matanza del cerdo y hacía poco que habían terminado. Sus hijas se hallaban ya en su dormitorio, pero en la sala permanecían charlando su tía Hipólita y doña Engracia, la vecina que los había ayudado. Debieron notarle algo extraño ya que, sin necesidad de hablarles de lo sucedido, le preguntaron preocupadas si ocurría algo. Les resumió entonces su maravillosa visión, aunque no cree que le hicieran mucho caso, pues reconoce que no eran cosas para ser oídas, sino para ser vistas. De pronto se le ocurrió que el aparato podía estar todavía allí y no pudo resistir la tentación de volverlo a ver. Llamó a sus hijas María Luisa y Alicia, les ordenó que se arroparan bien, y, junto con la tía Hipólita y doña Engracia, salieron al exterior. Su intención era la de acercarse detrás del cementerio, situado a unos ciento cincuenta metros de su casa, por el camino de los Molinillos y hasta el lugar conocido como el Molino del Aceite. Efectivamente, allí estaba: todavía pudieron verlo todos por entre los olivos (en marzo esos árboles estaban pelados de hojas por lo que la visión del cielo era muy amplia). Mientras contemplaban asombradas, el aparato les fue dando detalles de su aventura de aquella noche. Eran un poco más tarde de las tres de la madrugada cuando se retiraron todos a sus casas, a pesar de que el objeto continuaba allí.
Santos Nicolás lo describe ampliamente, pues a la distancia que lo vio le fue permitido apreciar gran cantidad de detalles.
Según su descripción, era un tronco de cono muy achatado y situado sobre un cilindro de amplio diámetro. En la parte cilíndrica (zona inferior del objeto), dibujó un esbozo de mirillas. Las luces intermitentes, verde arriba y rojas abajo, las situó en los extremos de la parte cilíndrica de la estructura, sugiriendo que estaban muy separadas las unas de las otras. El “faro” en lo alto de la nave, se veía como una torreta o cúpula, pero sin coronar esta, sino como a unos cuarenta centímetros del punto superior del objeto. La parte central del objeto estaba en total oscuridad, pues la luz del “faro” no alcanzaba a iluminarla, ni tampoco las mirillas dejaban pasar la luz suficiente para poder adivinar algo. Por tanto, solo se puede suponer cómo era en realidad el objeto en su cuerpo central principal por ciertos brillos que en él se percibían. La parte inferior, por las sombras percibidas, podía adivinarse que no era plana, sino cóncava. El testigo sugirió que los extremos del aparato podían ser una especie de pantalla que encauzase los ocho o diez haces de luz, en los momentos en que este parecía querer explorar el suelo, sin permitir que esos haces se dispersaran ampliamente a su alrededor. Santos Nicolás apuntó firmemente que, a su juicio, esos haces luminosos no sobresalían en su línea de contacto con el terreno de las estrictas dimensiones del objeto en cuestión. También afirmó que dichos haces no tenían, al parecer, más que unos treinta o cincuenta centímetros de ancho cuando emergieron, y que se convirtieron al final en unos haces de luz de un ancho máximo que debería variar entre un metro y un metro veinte.
Él los suponía como un círculo concéntrico alrededor del aparato, pero también admite que podrían estar en el sentido de un diámetro, pues no comprende cómo en caso de hallarse en forma de círculo, los que estaban en la parte de atrás no robaban el perfil a los haces delanteros.
Lo que sí es seguro es que estuvieran situados de una u otra forma, esos haces no giraban, por lo que deberían partir de una estructura que no giraba al mismo tiempo que el disco.
Otro de los hechos que se pudieron comprobar en la investigación de este caso fueron la avería sufrida en las instalaciones de la presa y los efectos fisiológicos sufridos por los animales del lugar.
En efecto, el día 27 de marzo se descubrió una avería y debió haber ocurrido en la madrugada, ya que la avería no existía la noche del 26, pues afecta a las luces de todo un lado de la presa y no se tuvo noticias del fallo hasta casi el mediodía del 27.
La avería consistió, según los operarios, en un cortocircuito y el consiguiente quemado de una manguera de sección 3,5 centímetros de radio, de la que se quemaron solamente dos fases y solo quedó entero el neutro. Se trata de cables que llevan corriente de 380 voltios, que es como sale de los transformadores, los cuales reducen a este voltaje los 10.000 voltios que entran. En un primer momento, supusieron que había sido por causa de la humedad que existe en el punto concreto del cortocircuito, o sea, en el registro de las galerías de fondo de la presa. Sin embargo, una vez arreglado ese cortocircuito, la avería persistía, por lo que tuvieron que seguir buscando el fallo de la instalación. Finalmente, se encontró en los registros de los faros que hay en el exterior del muro, que es donde, según los peritos, se inició la avería.
Las causas se desconocen, según comentan, misterios de la electricidad, pues las reales causas no se han podido identificar.
Sin duda, de todas las averías que han producido en la presa, esa ha sido la más importante.
A la pregunta de qué hubiera pasado a unos empalmes, debidamente aislados y encerrados en un registro, si se somete al conjunto a un fuerte campo electromagnético desde el exterior, la respuesta fue la de una avería igual a esa, sobre todo si el campo magnético y la corriente son de distinta dirección. La diferencia electromagnética entre campo y corriente determinaría cuál de ambas fuerzas sería la predominante, en perjuicio de la otra.
En cuanto al segundo de los hechos, se pudo averiguar que el paso del objeto por el pantano Gabriel y Galán había ocasionado una rara enfermedad en diversos animales del término de Guijos de Granadilla, aunque ese tramo de la investigación tropezó con el enorme problema de tratar de aclarar algo que fue negado sistemáticamente.