Cómo defendernos de los dioses






   Salvador Freixedo
   ESPAÑA



En mi libro “Defendámonos de los dioses”, Ed. Posada, México, 1986, hago dos afirmaciones:

1. “Si ciertos dioses deciden interferir en la vida de un ser humano, este no tendrá prácticamente medios de impedirlo y estará a merced de lo que el dios quiera hacer con él”.
Esta afirmación, dicha así, a secas, suena terrible pero, por dura que parezca, es algo que a lo largo de los milenios ha sucedido muchas veces. El fatalismo –que, claramente, vemos cumplido en las vidas de ciertos hombres—, todas las religiones han tratado de sublimarlo o de explicarlo de mil maneras, pero no han sido capaces de evitarlo, porque los dioses a los que invocan, son precisamente los que lo causan, por más que se presenten como “padres” y como “bienhechores”. Y, lógicamente, ellos son los que se encargan de mandarnos, de vez en cuando “salvadores” para que a los hombres no nos entre la desesperación ante tantas situaciones adversas y ante tanto dolor y sufrimiento inevitables en nuestras vidas. Dolor y sufrimiento causado en gran parte por “ellos”, y admitido y sufrido por nosotros como si fuese algo connatural a nuestras vidas y a nuestra existencia en el planeta.
La segunda afirmación viene a contrarrestar la primera y a darnos un alivio tras la inquietud que pueda habernos quedado.

2. “Los dioses apenas si suelen interesarse en las vidas privadas de los seres humanos y, rara vez, suelen interferir con algún individuo en particular”.


“Los dioses apenas suelen interesarse en las vidas privadas de los hombres y, rara vez, suelen interferir con algún individuo en particular”.
A primera vista, podría dar la impresión de que esta afirmación está en contradicción con lo que vengo diciendo, pero no es así. Los dioses están interesados en la humanidad considerada como un todo o, por lo menos, en grandes grupos sociales homogéneos; pero se interesan poco en los individuos particulares, a no ser que se trate de individuos que pueden ejercer gran influencia en las masas. Al igual que los hombres nos interesamos poco en un determinado animal de la granja –hablando en general— siempre nos hemos preocupado de mejorar las razas de estos animales, para obtener de ellos un mejor rendimiento. Tal como he dicho repetidas veces, el mejor modo de estudiar, de una manera panorámica, la relación de los dioses con los humanos, es comparándola con nuestra relación con el mundo animal. Por duro que esto suene, es la realidad.
Pero volvamos al tema de cómo podemos defendernos de la injerencia de los dioses en nuestras vidas, sobre todo, en nuestras vidas privadas.
Es un axioma que “debajo del agua, el pez más tonto le puede morder al hombre más listo”. En nuestro mundo, los hombres estamos en nuestro elemento, y si nos mantenemos en él, a los dioses, quienesquiera que ellos sean o comoquiera que se manifiesten, se les hace más difícil interferir en nuestras vidas, porque están fuera de su elemento natural. Porque aunque suene raro, su medio natural es también físico como ellos, por más que las leyes físicas por las que se rigen nos sean completamente desconocidas, y por más que su psiquismo sea muy diferente o esté mucho más desarrollado que el nuestro.


1. “No debemos trascender los límites de nuestro ambiente humano o, dicho en otras palabras, no debemos tratar de entrar en el terreno de ellos”.
Y entra en el terreno de ellos, toda persona que pretende trascender en esta vida: los que buscan el estado de trance, de cualquier tipo que este sea; los que suben a lo alto de las montañas en ciertos días para entrar en contacto con ellos; los que preparan su mente con ritos mágicos o religiosos –no tenemos que olvidarnos de que la magia es la otra cara de de la religión—. Todas estas personas, sabiéndolo o no, están entrando en el terreno de los dioses; y si no, precisamente, entrando, se están acercando peligrosamente a los límites del terreno humano, en donde los dioses se manifiestan más fácilmente, y en el que los hombres ya no pueden usar con eficacia su arma defensiva, que es la mente.
En cierta manera, es peligroso acercarse físicamente a algunos predicadores, “fundadores”, iluminados y místicos, que tanto proliferan en nuestros tiempos. La razón es la misma: al hacerlo estamos entrando en su campo y nos estamos sometiendo, aun sin darnos cuenta, a sus radiaciones –radiaciones de tipo físico—, parecidas en un sentido, a aquellas a las que se somete un pavo en un horno de microondas; y, en otro aspecto, a las que emite la antena de una emisora de radio. Nadie duda que, tras un rato, el pavo sale cocinado; pero, en cambio, nadie sospecha que los cerebros de los que se ponen en contacto con iluminados están siendo también “cocinados” por las ondas que emiten los cerebros de estas marionetas de los dioses; y al cabo de un tiempo, ya no serán capaces de pensar y discurrir por sí mismos, sino que repetirán como robots las ideas que aquellos les transmitan. Es el caso de miles de personas que han sido captadas por las innumerables sectas de todo tipo, o se han hecho seguidoras de cualquiera de los grupos pseudoespirituales que hoy, aprovechando las nuevas tecnologías, captan adeptos a través de Internet, así digan los mayores disparates o promuevan teorías de muy dudoso origen.
Los psicólogos estudian intensamente cuál es el sistema para lograr semejante lavado cerebral, y, sobre todo, para lograr su desintoxicación y desprogramación; pero no lo encontrarán mientras no tengan en cuenta lo que aquí estamos advirtiendo.

2º. No entregar jamás la mente a nadie.
La mente tiene que estar siempre libre y disponible al servicio del ser humano para indicarle qué es lo que debe hacer en cada momento. Muchos seres humanos, ofuscados por lo que vieron o sintieron en un momento determinado, entregaron la mente, y ya no fueron capaces posteriormente de juzgar y de ver que lo que les mandaban creer y practicar, no tenía sentido. Es el caso de todos los fanáticos religiosos, y no solo de los fanáticos, sino de gran mayoría de creyentes de todas las religiones. Aceptaron de niños una fe que les fue implantada en el alma como un instinto y como un elemento cultural más, y ya no fueron capaces en toda su vida, de cuestionarla ni de someterla a juicio; sencillamente, la aceptaron lo mismo que el idioma, las costumbres, los gustos o el amor patrio.
El “no entregar la mente” tiene una enorme importancia en estos tiempos en los que las grandes masas urbanas y la sociedad en general, son manipuladas como rebaños por todopoderosos medios de comunicación, como la radio y la televisión, manejados con astucia por los profesionales del control de masas. Hay que mantener siempre la mente en estado de alerta y no entregársela definitivamente ni a los líderes religiosos ni a los líderes políticos ni a los ídolos deportivos ni a los médicos que nos tratan ¡ni a nadie! Todos se pueden equivocar, y todos en un determinado momento –aunque sea de una manera inconsciente—pueden estar actuando en interés propio, aprovechándose de nuestra credulidad. La mente de cada individuo tiene que ser siempre el último juez en las propias acciones, y el entregarla a otro para seguir ciegamente lo que él nos diga, es un acto de suicidio mental que se opone diametralmente al gran mandamiento de la evolución, que es una de las leyes fundamentales del cosmos.
A medida que fueron pasando los años y cuando, definitivamente, me convencí de que, con toda buena voluntad, había pasado gran parte de mi existencia, con mi vida entregada a una causa sin sentido –debido a la “entrega de la mente” que hice en la adolescencia—, me he ido haciendo más consciente de la importancia de no entregar la mente a nadie y usarla para analizar absolutamente todos los acontecimientos que me atañen más o menos de cerca. Para que el lector vea hasta qué punto se extiende esta actitud mía, le contaré esta anécdota que me ocurrió en la ciudad de México hace más de treinta años:
Por aquel tiempo yo estaba investigando el espiritismo. Una tarde me encontraba en una sesión espiritista, a la que había acudido en busca de una persona que, supuestamente, practicaba la psicometría con gran acierto. La médium que dirigía la sesión –que desde el principio me había inspirado sospecha de no ser auténtica—, pidió que todos los que nos hallábamos en torno a ella nos diésemos la mano para hacer una cadena. Enseguida el que estaba en el extremo recitó algo que, a lo que parece, era parte importante del rito de aquel centro: “Yo abro mi inteligencia a los espíritus que se quieran manifestar en esta sesión y rindo mi mente a sus enseñanzas”. Todos repetían mecánicamente la misma frase. Cuando me llegó el turno, yo, sin dudarlo y con firmeza, dije: “Yo paso”. La médium abrió disimuladamente un ojo para ver quién era el audaz. Cuando entre cuchicheos me dijeron que era necesario que dijese algo “para no romper la cadena”, yo dije: “Yo no entrego mi mente a nadie, porque la quiero tener bien alerta para ver qué es lo que pasa aquí”. Naturalmente, ante la presencia de semejante blasfemo, los espíritus no quisieron manifestarse en aquella sesión.
La “entrega de la mente” presupone que todos los espíritus o seres supra o extrahumanos son buenos o beneficiosos para el ser humano y que, por lo tanto, actuarán en consecuencia. Pero esta manera de pensar es completamente ingenua.


El tercer consejo para defenderse de los dioses podría ser, en cierta manera, contrario al que Moisés recibió en la tabla de piedra: “Me adorarás”. Conociendo como conocemos a estas alturas a Yahvé, esto nos servirá de guía para enunciar nuestro mandamiento:

3º. No invoques a nadie. No llames a nadie para adorarlo. No te postres ante ningún dios-persona ni ante ningún dios-cosa para rendirle culto o para celebrarle ritos. (En otro momento explicaremos cómo este “no invoques a nadie” hay que explicarlo con relación a Jesucristo).
El verdadero Dios del universo, la Suprema Inteligencia, totalmente incognoscible en su totalidad por la mente humana, no anda exigiendo, como un amante celoso, que sus criaturas le rindan constantemente adoración, o le den muestras de amor. Esto sí encaja con la idea que en el cristianismo se tiene de Dios. Un “fulano” muy poderoso que se parece muchísimo a nosotros, en nuestros aspectos positivos y en nuestros aspectos negativos. Un dios así, es lógico que exija entrega, alabanzas y hasta regalos. Pero el Dios verdadero no es ningún pobre mendigo; el Dios verdadero continúa en su interminable tarea de crear, y de complacerse viendo cómo sus criaturas se desenvuelven cada una según su naturaleza, sin que tengan que estar constantemente volviéndose hacia Él para darle gracias o para pedirle que no las condene a algún castigo eterno.
Cuando se invoca a alguien, se está propiciando su presencia; por un lado, se le está animando a que se manifieste y hasta, en muchas ocasiones, la energía mental de los fervientes adoradores, está fortaleciendo físicamente la capacidad de manifestarse de un dios; y por otro lado, se está debilitando el propio psiquismo, disminuyendo su resistencia a las influencias externas y acondicionándolo con ello a recibir más sumisamente el “mensaje” o las imposiciones del dios.
En la vida humana, el adulto normal no anda corriendo a cada paso a ver qué le dice su padre; sencillamente porque él tiene que tomar sus propias decisiones y, de hecho, las toma, sin pensar que por eso ofende a su padre. En cambio, en el terreno religioso, hemos sido adoctrinados y condicionados a no fiarnos de nosotros mismos y a tener que estar constantemente consultando a Dios, a ver cuál es su voluntad en aquel preciso momento, y en la práctica siguiendo las directrices que, a los que se llaman sus representantes, nos han trazado de antemano.
La mejor adoración que, de hecho, le podemos rendir a Dios, es el recto uso de la inteligencia y de las criaturas de la naturaleza, cosa esta que en el cristianismo ha sido completamente menospreciada, siendo el abuso de la naturaleza algo que, según el punto de vista de los doctrinarios cristianos, no tiene nada que ver con la religión. El respeto a la vida –como quiera que esta se manifieste—es en alguna religión oriental, uno de los mandamientos fundamentales.


El respeto a la vida en el cristianismo se manifiesta solo en lo que respecta a la vida humana, aunque hay que reconocer que de manera muy laxa cuando se trata de “castigar al delincuente”. Es muy corriente que los cristianos más fervientes, sean defensores de la pena capital, y demasiado proclives a las “guerras santas” para defender las causas de la moral y el honor patrio o las creencias religiosas. Los piadosos salvajes del siglo XX no tienen inconveniente alguno en fusilar a quienes piensen de manera diferente.
Cuando digo “no invocar”, no postrarse para adorar a nadie, de ninguna manera estoy propugnando el ateísmo. En otra parte he escrito que el absolutamente ateo demuestra tener poca inteligencia. Lo que pretendo con esto es levantar al hombre y a la humanidad entera a un nivel de adultos seres pensantes, dejando de tener una idea infantil de Dios, como si fuese un ser que juega al escondite con nosotros, y el ser humano tuviese que estar permanentemente corriendo detrás de Él.
La invocación a Dios –al Dios verdadero y no al dios de la Biblia—será hecha en el futuro de una manera mucho más racional y hasta mucho más digna, sin las características que en la actualidad tienen muchas de estas invocaciones y adoraciones, a las que se puede designar como humillantes para la dignidad del ser humano –yo no creo que Dios pretenda en ningún momento humillar la dignidad de sus criaturas—, teniendo algunas de ellas ribetes de masoquismo.
Por otra parte, la importancia de este “no invocar”, radica en que el que “llama” –porque etimológicamente eso es lo que significa invocar— tarde o temprano es escuchado. Pero, muy posiblemente, es escuchado para su mal, ya que está llamando a alguien desconocido que muy bien puede terminar abusando de la ingenuidad del invocante. Esto es lo que le ha sucedido a la humanidad a lo largo de los milenios, con las diferentes religiones y con los distintos dioses que cada una de ellas invoca.
El ser humano ha buscado siempre la Causa Suprema, al verdadero Dios, y las diferentes religiones siempre le han presentado una imagen distorsionada de ese Dios, personalizada en algún ser, que era el que a la larga se beneficiaba de las invocaciones de los mortales, aprovechando la energía que de ellos recibía para manifestarse de una o de otra manera.
Un ejemplo de la importancia de este “no invocar” lo tenemos, entre muchos otros, en el juego de la ouija. Por encima del tablero se desliza con facilidad una pieza que es inconscientemente impulsada por los dedos de los participantes apoyados sobre ella. Se hacen preguntas y la pieza empieza a moverse hacia los símbolos y las letras, de modo que, al final, se obtienen respuestas más o menos claras y concretas a las preguntas.
Este juego va contra el primer consejo que dimos, que era “no entrar en el terreno de ellos”. El juego de la ouija está al borde de los límites de la racionalidad humana y, por lo mismo, está ya en un terreno en el que a los dioses les es mucho más fácil manifestarse. Pero además de eso y añadiéndole peligrosidad, en la ouija hay una abierta invocación o una invitación a la manifestación de estos seres desconocidos y, en cierta manera, superiores en inteligencia a nosotros. Como ya expresamos anteriormente, hay entre ellos muchas más diferencias que entre los propios eres humanos; y ante una invocación de este tipo, es muy probable que los superiores y más evolucionados, no se manifiesten –sencillamente porque no les interesa— y, en cambio, hagan acto de presencia los menos evolucionados o inteligentes, bien por curiosidad hacia nuestro mundo o bien como un simple juego; y en ese caso, los invocadores se exponen a cualquier cosa.
El mero hecho de la invocación o de la invitación a manifestarse, es el que los incita y les da la energía física necesaria para manifestarse y, muy probablemente, no podrían hacerlo si los humanos no les facilitan el trabajo de saltar las barreras que los separan de nuestra dimensión. Por eso, los incidentes sucedidos en este tipo de ritos o juegos “esotéricos” son tan numerosos, y por eso tanta gente, a la larga, ha salido psicológicamente muy mal parada de ellos. (El lector tiene que saber que la dificultad que estos seres menos evolucionados tienen para incursionar en nuestro mundo, la tenemos también nosotros –y probablemente en mayor grado— para saltar al suyo. Esta dificultad se puede vencer mediante ejercicios mentales o físicos, o ingestión de drogas, cosa nada aconsejable por todo lo que venimos diciendo.


Como último razonamiento a este apartado, diremos que el que invoca se expone a “ser parasitado”, tal como se dice en ciertos ambientes de “iniciados”. Es decir, por un lado, el dios puede habituarse, viciosa y exclusivamente, a cierto tipo de energía que extrae de determinado invocante, al que acudirá una y otra vez, con exclusión de todos los demás, porque, de alguna manera, se ha hecho adicto a la energía que emite ese ser humano en particular. Por otro lado, puede suceder que, tras unas cuantas manifestaciones, se cree un “rapport” entre el dios y el invocante. El dios puede aprender a extraer su energía con gran facilidad de determinado sujeto (haya mediado invocación o no) y parasitar de ahí en adelante en él, ya que le resulta muy fácil conseguir lo que quiere. (Es el mismo tipo de “rapport”, o relación especial, que se produce entre un buen hipnólogo y una persona que ha sido varias veces hipnotizada por él; con una gran facilidad, y aun estando a distancia y sin que el hipnotizado dé su asentimiento, el profesional puede hacerlo caer en trance hipnótico; y la razón es que las ondas cerebrales del hipnotizado están ya, en alguna manera, sintonizadas con las ondas cerebrales del hipnólogo).
En estos casos –que son mucho más abundantes de lo que se cree—el ser humano, por su culpa, será víctima de algún tipo de debilidad o enfermedad, más o menos grave, contra la que poco será lo que él o los médicos puedan hacer.
Aunque a muchos doctos esto puede sonarles a puras hipótesis absurdas, deberían reflexionar en un hecho admitido –y sacralizado— que confirma por completo estas “hipótesis”. Me refiero a las enfermedades que, como cosa normal, sufren todos los místicos en el cristianismo. Y no hay que andar buscando causas físicas para dichas enfermedades, puesto que sus biógrafos y sus autobiografías nos dicen claramente y sin rodeos, que “El Señor era el que los hacía sufrir para su perfeccionamiento y para la salvación de otras almas”. Es clásica la frase de Cristo –que yo no creo que fuera Cristo, sino un suplantador— a Santa Teresa: “Yo trato mal a mis amigos”, refiriéndose precisamente a estas enfermedades, sufrimientos y “noches oscuras del alma”, a las que prácticamente todos los místicos se ven sometidos. Se ofrecieron como mansas ovejas, y el dios parasita en ellos de una manera inmisericorde, por supuesto, muy bien disimulada y sublimada con explicaciones de la “teología ascética”.
Hemos llegado a la importante conclusión de que un místico en éxtasis (en cualquier religión), con el sufrimiento y la felicidad reflejados simultáneamente en su rostro, es el momento culminante de la relación de un dios menor con un mortal. El dios atormenta al ser humano que se le ha entregado, y este le ofrece su dolor, mientras, a cambio, el dios le proporciona una especie de orgasmo psíquico para que el místico no desmaye y su cerebro pueda seguir produciendo las vibraciones que tanto agradan al dios.


Continuando con el texto anterior, con el tema de las enfermedades entramos en el próximo consejo que, modestamente le sugiero al lector para defenderse de la injerencia de estos dioses con minúscula en su vida:

4º. No les ofrezcas tu dolor. No te brindes a sufrir. Rechaza el dolor por el dolor, y no lo busques nunca. Rebélate contra el sacro masoquismo que, como un sacramento, ha estado entronizado en las religiones, por siglos.
A más de uno podrán sonarle estos consejos como la quintaesencia del egoísmo, y querrán refutarme arguyendo que en la vida es necesario sacrificarse en muchas ocasiones. Los padres tienen que hacer mil sacrificios para criar a sus hijos, hasta que estos llegan a la edad adulta y se hacen independientes; uno tiene que sacrificarse por los enfermos, por los ancianos, por los menos favorecidos en general, y no precisamente por principios religiosos, sino por una ética natural; por nuestra inclinación a la práctica del bien y la justicia.
Estoy totalmente de acuerdo con este razonamiento. Pero el lector debe caer en la cuenta de que los sacrificios a los que me refiero, van dirigidos hacia la humanidad; son, en definitiva, para subsanar debilidades, deficiencias o desgracias de nuestros congéneres que, por especiales circunstancias o por el orden normal de la naturaleza, tienen una necesidad especial de auxilio. No van dirigidos a Dios. Y aquí es donde radica la gran diferencia. No resulta nada raro que un ser humano ayude a otro aun a costa de su dolor, pero tiene muchísimo de extraño e inexplicable, el que Dios les exija dolor y sacrificio a unas criaturas inferiores como los hombres. Y es algo sobre lo que la humanidad –por lo menos los hombres y mujeres que tienen tiempo y capacidad para pensar sobre la vida un poco más a fondo— debería haber reflexionado hace mucho tiempo y hacerse algunas preguntas: ¿Por qué en todas las religiones el dolor, la renunciación y el sacrificio, tienen un papel tan importante? ¿Por qué, según todos los líderes religiosos de todos los tiempos, los hombres tenemos que sacrificarnos por los diferentes dioses en los que creemos, y no solo eso, sino que tenemos que sacrificar con nosotros a los animales? ¿En qué se diferenció de las religiones antiguas, en este particular, el judaísmo, primero (con sus sacrificios de animales exigidos por Yahvé), y el cristianismo después, con el cruento sacrificio de su fundador, con la sacralización de la renuncia a los placeres en toda la vía ascética y, finalmente, con la sublimación del dolor y la muerte, en la selección del símbolo cristiano por excelencia: la cruz?
Si el dios judeo-cristiano fuese realmente un padre, ¿por qué habría de exigirles a sus hijos el dolor y la cruz? Todas las explicaciones que tanto el cristianismo como las demás religiones nos dan para solucionar este misterio, no tienen consistencia alguna y se desvanecen cuando las analizamos, libres de fanatismos y prejuicios. Hacer nacer al hombre ya reo de un pecado original y amenazarle enseguida con el fuego eterno, son aberraciones que solo caben en mentes enfermas, y ya va siendo hora de que los humanos civilizados nos liberemos definitivamente de ellas.
La única explicación a este misterio del dolor, es la que venimos dando a lo largo de estas páginas: “Dios no quiere el dolor humano; los dioses sí lo quieren, porque en algún grado se benefician de él. El problema radica en que los hombres confunden a los dioses con la Suprema Energía Universal, y le atribuyen a ella las características negativas de aquellos. Parodiando la frase de Cristo “dondequiera que hay cadáveres, allí se reúnen los buitres”, podríamos decir, “dondequiera que hay dolor humano, por allí andan los dioses, auténticos buitres del alma”. Los consuetudinarios avistamientos de ovnis en las grandes catástrofes –sobre todo en los terremotos— y en las guerras, es algo que tendría que hacernos reflexionar, incluidos los ovnílogos miopes, que o desconocen estos hechos, o prefieren no tenerlos en cuenta porque contradicen sus teorías sobre los visitantes. Andan por allí en ese preciso momento, porque, o son causantes del hecho –aunque muchas veces lo hagan aparecer como natural— o han acudido presurosos, tras algún cataclismo realmente natural para, de alguna manera, beneficiarse de él.


“Perder la fe” es una frase que tiene una trágica connotación religiosa, pues es prácticamente sinónimo de “condenación eterna”. Y ese será precisamente el 5º consejo que les daré a mis lectores para liberarse de la injerencia de los dioses en sus vidas:

5º. Prescindir de dogmas y ritos. Dejar de lado las creencias tradicionales relacionadas con el más allá y con la manera de concebir esta vida.
Mientras la raza humana siga amarrada a los mandamientos-caprichos de los diferentes dioses en los que actualmente cree, y mientras sigamos pensando que estos mandamientos están por encima de lo que nos dicten la razón y el sentido común, seguiremos siendo fácil presa de ellos, ya que, con toda buena voluntad, abrimos nuestras almas a sus dictados y a sus deseos. Por eso el ser humano que quiera llegar a una mayoría de edad religiosa, tiene que rechazar positivamente todas aquellas partes del dogma cristiano que van contra el sentido común. Pero para ello la mayor parte de los cristianos tendrán que sentarse a repensar de nuevo y a fondo su fe, cosa que probablemente no han hecho en toda su vida. Una vez más, tendremos que repetir que el funesto axioma de todos los doctrinarios “cree, no pienses”, es fatalmente seguido y practicado en todas las religiones con las consecuencias que hemos venido viendo a lo largo de estas páginas.
La realidad es que a fuerza de haber admitido generación tras generación como cosa normal –como voluntad de Dios—, aberraciones que van contra el sentido común y contra los más elementales dictados de la razón, la humanidad ha llegado a comulgar con toda naturalidad con ruedas de molino; ha llegado a admitir como justas, cosas que van contra la más elemental equidad, y se ha tragado como sagrados dogmas de fe, afirmaciones absurdas que no resisten el más elemental análisis.
Y al decir esto, no estoy afirmando que todo lo que el cristianismo nos manda creer o practicar sea falso o absurdo. Por el contrario, estoy muy de acuerdo en que en el seno del catolicismo hay mandamientos válidos. Pero lo malo es que nos los dan mezclados con unos dogmas que repugnan a la sana razón. Nadie negará la validez del mandamiento del amor al prójimo, del respecto a los padres o de la prohibición de matar o de mentir, etcétera; pero al lado de estos principios válidos, existentes no solo en las otras religiones sino en la más elemental ética natural, o incluso en el código de Hammurabi, nos presenta creencias como la de la existencia de un infierno eterno, la de un Dios convertido en hombre, la de una autoridad humana infalible, y la de un cielo inmediato después de esta vida, que será prácticamente como un club exclusivo para aquellos que hayan creído los increíbles dogmas que el catolicismo manda creer.
Mientras las mentes de los humanos no se liberen de semejantes absurdeces, seguirán enfermas e incapaces de evolucionar para que el hombre llegue a ocupar en este planeta y en el cosmos el lugar que, como ser racional, le corresponde.


Lo expuesto en textos anteriores nos lleva de la mano a otro consejo que se desprende lógica y naturalmente de este:

6º. Destraumatizarse. Liberar el alma de todos los miedos, de todas las angustias y de todas las deformaciones que las erróneas creencias religiosas (y en último término, los dioses) nos han ido inculcando a lo largo de los siglos y a lo largo de nuestras vidas.
Nuestras mentes están enfermas. Al igual que la psique de muchas personas está profundamente afectada por algún fuerte trauma o susto que recibió en su infancia, el psiquismo y la capacidad de pensar desapasionadamente, están profundamente afectados en toda la raza humana. Parece que genéticamente heredamos esta capacidad, y ello es debido a que, en la génesis de todas las razas, los dioses nos “asustaron” y nos inculcaron el complejo de que “no podemos”, de que “no valemos”, de que necesitamos de ellos, de que tenemos que poner nuestra vida a su servicio. Como resultado de este profundo complejo, la humanidad ha derrochado a lo largo del tiempo, gran parte de sus mejores energías en “servir a Dios”, en vez de progresar y mejorar el planeta; y como resultado de esta incapacidad para pensar serenamente –y de este “servir a Dios” mal entendido—, la humanidad tiene en su haber la historia más desastrosa y horrenda que se pueda imaginar.
Nuestras mentes están realmente enfermas, pues somos absolutamente incapaces de ponernos de acuerdo en los asuntos fundamentales que harían que este mundo funcionase mejor. Cada vez se sospecha más que somos víctimas de una programación genética que nos fuerza a guerrear y a estar en perpetua discordia. Los estudiosos de la historia humana desde un punto de vista bélico, no tienen otra explicación, ante la disparatada manera de actuar los humanos a lo largo de los siglos.
Nuestras almas también están enfermas, y por eso es urgente que las sometamos a un proceso de catarsis profunda. Y esta limpieza tiene que comenzar por la eliminación de todos los falsos axiomas que traemos, en buena parte, ya implantados cuando venimos al mundo y que, más tarde, las religiones, las patrias, las familias y las diversas lenguas nos remachan en el alma y en la mente.
En realidad, son solo una estrategia para que los hombres sigamos sin evolucionar, peleándonos constantemente, poniendo nuestras vidas “al servicio de Dios” y truncando nuestra ascensión hacia la etapa de superhombres.
(En la edición revisada para su traducción al italiano, profundizo más en el tema de la manipulación. Muchos piensan que porque ya no son creyentes y han dejado atrás los ritos ancestrales que mamaron de niños, ya están liberados. Sin embargo, no es así. Hay muchas personas que se sacudieron del yugo de la religión pero, en cambio, están siendo manipuladas por el sistema, es decir, por los poderes fácticos que sirven directamente a los dioses o, dicho de otro modo, por los que son sus marionetas. Algunos padres se sienten satisfechos de no haber educado a sus hijos en ninguna religión porque así están liberados de miedos. Pero no se dan cuenta esos padres de que sus vástagos están siendo dominados por lo que yo llamo “la cultura de las pantallitas”, o acuden a espectáculos deportivos de masas o a conciertos de rock, en los que la frecuencia vibratoria es tan baja, que los dioses solo tienen que sentarse a esperar para degustar el exquisito majar de unos jóvenes en manada, muchas veces, saturados de alcohol a discreción, drogas y sexo: todo lo que les gusta a estas entidades oscuras).


Para finalizar esta serie de puntos sobre “cómo defendernos de los dioses”, expondremos el último y quizá el más importante:

7º. Tenemos que cambiar radicalmente nuestra idea de Dios.
Esto es importantísimo y está en el fondo de toda la gran transformación que la humanidad tiene que sufrir en las próximas décadas. De hecho, este gran cambio ya ha empezado a realizarse, y de ella se ven señales por todos lados.
Reproduzco aquí varias autocitas de mi libro “Por qué agoniza el cristianismo”, en el que dediqué dos capítulos a explicar cuál es la idea de Dios en el cristianismo en contraposición a la idea que yo tengo de Él.
Quiero dejar claro que creo en ‘algo’ –que es inalcanzable en su totalidad por mi m ente— que es la esencia del cosmos y que llenándolo todo es diferente a todo. Dicho en otras palabras, creo que hay un Dios; pero ese Dios que yo deduzco con mi razón, dista enormemente del dios bíblico.
La mera palabra ‘Dios’ constituye un verdadero problema para la teología, y los teólogos de avanzada están –cosa rara—de acuerdo en ello. Hay que tener siempre presente que todas las ideas y los conceptos religiosos son obra del hombre y no de Dios. La religión no fue inventada por Dios sino por los hombres. Y, como es natural, el ser humano vuelca y refleja en sus ideas religiosas, sus ignorancias, fracasos, miedos y limitaciones. Y el primer reflejo de estas limitaciones lo tenemos en la propia palabra “Dios”, y en los diferentes conceptos que tenemos cuando la pronunciamos.
Yo confieso que más que palabras o conceptos claros para definirlo, lo que tengo en la mente son vacíos para explicar una realidad que se me escapa, y por eso prefiero manifestar mi idea sobre Él diciendo lo que no es.
Dios ni es persona ni es hombre ni tiene hijos –y mucho menos, madre—ni es juez, perdonador, ni vengador, ni tiene ira –la ira es uno de los siete pecados capitales—, ni es esto ni es aquello. Todos estos son términos puramente humanos que, muy probablemente, se le aplican a Dios con la misma propiedad con que se le podrían aplicar a un puente los adjetivos “tierno”, “sensible”, “rencoroso” o “dócil”; solo de una manera muy lejana y cuasi poética se le pueden aplicar. Pero para calificar a un puente hay que usar otros términos completamente diferentes.
La gran diferencia es que al puente lo conocemos muy bien, mientras que a Dios no lo conocemos en absoluto o lo conocemos muy mal y de lejos, y por eso no tenemos adjetivos para definirlo. Ese ha sido el gran pecado de los teólogos de todas las religiones: la falta de respeto con que han tratado a Dios. Creyendo conocerlo a fondo, lo han definido y nos han dado de él una idea que es completamente caricaturesca cuando no grosera e incluso blasfema.
El dios vengador, el dios iracundo, el dios que se encapricha con un pueblo y se olvida o maltrata a los demás, el dios que deja morir de hambre a millones de personas, el dios en cuyo nombre se hacían guerras y se conquistaban imperios y continentes, el dios cuya fe era extendida con la espada y defendida con las hogueras, el dios que gozaba en la pompa de sus representantes, el dios que “inspiraba” a sus profetas a que maldijesen y anatematizasen a los que no pensaban igual, el dios que nos impone la cruz y el sufrimiento como único medio para llegar a él, el dios que tiene infiernos para castigar a esta pobre sombra que se llama hombre, ese dios es una amenaza para la humanidad; ese dios es una especie de insulto a la inteligencia humana; ese dios no tiene explicación lógica, ese dios se está muriendo en la actualidad en la conciencia de los seres humanos.
Esa es, ni más ni menos, la esencia de la famosa teología de ‘la muerte de Dios’ que hace algunos años sacudió la conciencia de los cristianos pensantes y desató olas de indignación y de protesta.
El ser humano de nuestras generaciones ha caído en la cuenta de que Dios no puede ser así, y por eso se ha lanzado a buscarlo por otros caminos. La mente del hombre de hoy está haciendo un enorme esfuerzo por concebir una imagen de Dios que esté más de acuerdo con la realidad; una idea en la Dios no esté tan humanizado y tan distorsionado.
Comprendo que para muchos, el hablar así de Dios, los deja fríos y hasta con una impresión de cierta orfandad. Si es así, lo mejor que harán será seguir concibiendo a Dios de la manera que más beneficie a su psiquismo. Poco importa cómo lo conciban; Dios es como es y no como lo pensamos los hombres. El único consejo que a tales personas yo les daría es que a su idea de Dios le quien todos sambenitos de iracundo, justiciero, vengativo, exigidor perpetuo de dolor y sacrificios, que los doctos fanáticos le han ido imponiendo con el paso del tiempo.



NOTA: Artículo publicado con autorización del autor